Mi padre, parece ser, decia:
Aqui me falta aire, me falta espacio, me falta algo que no encuentro. ¿Qué no podéis entenderlo?
E iba y venia, en aquella grande y vieja casa, de un lado para otro, sin parar, exasperado, inquieto y nervioso. Mi abuela lo miraba de reojo sin cesar de hacer su punto de media.
- Tú acabarás como tu tío Pepe, largándote.
Mi padre levantaba los brazos al cielo. Nadie le entendía.
Pero mi abuela veía justo. Mi abuela ya era sabia en aquel entonces cuando mi padre aún era joven, fuerte y con una energía que era como la de un oso, pero un oso que no se podía mover tanto le faltaba espacio.
Llegó un día, Laika, en que mi padre efectivamente decidió largarse, salir del rincón oscuro que era este país hace más de 40 años, tomar un aire más fresco, más límpido, más claro. Cogió el tren y se dirigió hasta Francia, el país de la Revolución Francesa y de los reyes guillotinados, el país de la República Francesa, el país de la libertad y de la igualdad.
Este país es bueno, escribe mi padre en una de estas largas cartas que enviaba a mi abuela y que esta había guardado para dármelas, un cierto verano de mi vida, un verano después de una historia amorosa que tuve con un hombre.Es un país dónde el trabajador es respetado y dónde uno puede soñar en un futuro. Madre, un día tendremos una casa y usted vendrá a vivir con nosotros.
Mi abuela sonreía al recordar a este hijo tan fuerte que fue mi padre, este hijo tan valiente y tan soñador. Este hijo que hablaba de justicia y de libertad, cosas que aquí no se podían ni mencionar, ni tampoco pensar.
Aqui el trabajador es respetado, madre y a mí me respetan. Los jefes, en este pais, no abusan. Ya pronto podré comprar una casita muy bonita en un pueblo cerca de las minas. Montse está bien y la nena es un diablo, un caballo nervioso y lleno de vida.
Mi abuela, aquel verano, tambien se pasaba muchas horas tejiendo. Decia muy a menudo que si no hubiese tejido tanto y tanto la vida hubiese acabado con ella. Tejer, para mi abuela, era meditar. Aquel mes de agosto, tan fuerte y tan difícil para mi corazón que sufria por el amor de un comisario casado, mi abuela me estaba haciendo un jersey gris con una lana muy espesa.
- Este jersey, niña, te protegerá del frío y tambien, no lo dudes ni un segundo, de encuentros maléficos. ¿ Qué entiendes lo que quiero decirte?
Por la noche, después de llorar un poco sobre una almohada que olía a limón, encendía la lucecita de la mesa y abría al azar alguna carta de aquellas que mi padre había enviado con tanto cariño a mi abuela.
Madre, Montse está muy fatigada, ¿por qué no se viene a vivir con nosotros un tiempo? No sabe cuanto la nena no para de nombrarla y de llamarla por su nombre. Ahora tiene un resfriado muy fuerte pero pronto se pondrá bien.
Hace frío, madre, esta noche pasada hemos llegado a menos 30. Montse y la nena están bien, les gusta salir y andar sobre la nieve. A mí me van bien las cosas, me han dicho que me subirían de grado en la empresa pero yo lo que quiero, y usted bien lo sabe, es tener mi proprio taller y hacer estos muebles que nadie es capaz de realizar como yo.
Por las tardes el sol era más manso sobre aquel jardín tan espacioso y desordenado. Mientras mi abuela tejía mi caparazón gris yo preparaba los vasos y la horchata que había ido a buscar expresamente en el Paralelo. A mi abuela le brillaban mucho los ojos cuando era la hora de tomar aquella bebida que decia era ¨una bebida de ricos¨ y que ella no se merecía.
- Abuela, no diga estas cosas.
- Esta bebida, además, refresca el corazón, ¿no crees? ¿Acaso no te sientes mejor después de haberla tomado?
- Sí, quizas...
- O es si o es no, hija. Defínete.
Yo, francamente, aquel verano no tenia la mente muy clara después de haber roto mi relación con Montal, el comisario casado. Me parecía que todo había perdido consistencia y calidez. Lo veía todo borroso. Quizas eran aquellas lagrimas, que sobretodo aparecían por la noche, o quizas era que necesitaba unas gafas para ver más claro.
- Yo no sé nada de nada, decia mi abuela. Yo ya soy muy vieja para entender este mundo, menos aún el corazón de una mujer, tú corazón que sufre y pide algo que no está. Pero no te preocupes, hija. Los amores pasan, como pasan las estaciones del año, como pasará este verano y luego el otoño.
En las cartas de mi padre tambien aparecía esta noción del tiempo que pasa: la muerte de una tía Ana, otro invierno muy duro, mi padre y su casita y su taller tan querido, el nacimiento de mi hermana, la visita de una tía llamada Quimeta, su matrimonio con Rafael... Leer estas cartas me calmaba. Ya no lloraba tanto, por las noches. Buscaba entre las líneas de la fina escritura de mi padre una quietud, como un tempo, como el latir de un corazón.
La nena siempre esta sonriendo, no para de reír de todo, es encantadora. Se le parece mucho, madre. Por favor, venga a pasar unos meses aqui con nosotros, la añoramos.
- Abuela, ¿cómo era yo de chiquitita?
- Un demonio.
- ¿Y nada mas?
- Si... eras una niña que siempre reía y sonreía.
Llegó un día que ya no lloré más por las noches. Y luego otro día me dí cuenta que ya no recordaba con tanta nitidez los ojos del comisario Montal, ni sus manos sobre el volante de su Fíat cuando atravesábamos la ciudad Condal, ni su voz que había sido elixir en mis oídos. Un día pensé verlo de lejos, su espalda, este andar decisivo que tanto me había gustado, pero volví la cabeza de lado, cambié de camino el corazón una bola de fuego a punto de explotar en mi pecho. Aquella noche leí las ultimas cartas de mi padre y dormí como un recién nacido y no tuve pesadillas.
La ultima noche que pasé en aquella vieja casa fui a sentarme sobre la cama de mi abuela. La luz de la mesita estaba encendida pero no podia ver los ojos de aquella mujer tan sabia que ya nunca más volvería a ver. Le quedaban unos dos años de vida pero esto yo no lo sabia, ni ella. Tambien ella pasaría, como aquel mes de agosto, como mi amor por un comisario guapo, inteligente, y como los sueños de mi padre. La luz de la lampara resbalaba de lado y yo miraba con mucha intensidad las manos de mi abuela, unas manos fuertes y lisas, muy bellas y que habían realizado, con devoción y paciencia, mi jersey protector.
- ¿Volverás?
- Claro que sí, abuela, si puedo el verano que viene.
- ¿Has preparado las maletas?
- Sí.
- ¿A que nos lo hemos pasado bien?
- Abuela... Nunca olvidaré este verano.
- Ni yo, hija, ni yo...
Me fui, la mañana siguiente, a tomar el avión dirección Montreal. En mi maleta estaban las cartas de mi padre, sus sueños, su energía, su valor.
Ya me conoce, madre querida, yo nunca abandonaré esta idea que tengo de mí mismo, esta idea que ha hecho posible el gran salto, venir aqui, luchar, luchar para vivir algo mejor. Ya me conoce, madre, y nunca cambiaré. Pero una cosa es segura, no me arrepiento de ser lo que soy.
Hoy, estas cartas están aquí, sobre la mesa, presentes. Me hablan de que no tengo que temer nada. Me hablan de mí, sonriente, feliz. Me hablan del tiempo, que acaba siempre por pasar, de inviernos y veranos, de crecimiento, de dudas, de miedos. Me hablan de la vida, esta vida que es un parpadeo, que es una carta que vamos escribiendo día a día, sin parar.