Transformación
Ô Soleil protecteur, ouvre ta porte
De clarté d´or, qui couvre la Personne
Du Dieu de Vérité,
Afin que moi, chercheur de vérité,
Je le regarde.
Ishôpanishâd
Hoy me he preparado un arroz a la africana.
Hoy, día de mucho sol, de un sol amarillo, fuerte, potente como una llama de fuego, intenso como la mirada de un león. Despertando mi piel, mis sentidos.
Desperezando el hambre, la memoria del comer. Y es así como he cocinado el arroz a la africana escuchando a Dead can Dance, dejándome llevar por el recuerdo del exquisito arroz que Maimouna preparaba.
Decia Maimouna:
- Hay que hacer una comida con ritmo. Es decir con agilidad. Canta, baila, ríe, sonríe. Da energía positiva a todos los condimentos que Allah te ofrece en abundancia, regalo de la tierra. Agradece este don que alimenta tu cuerpo y tu alma.
El sol y la comida eran, para mí, como una especie de sinfonía interna en aquellos meses de intensos calores que pasé en la bella y antigua ciudad de Saint-Louis, vieja capital del Senegal. Por la mañana, en las vacías y azafranes playas, la luz real del cielo me acompañaba en este renacer mío, ofreciéndose en acaricia de fuego y energía. Y por la noche, durante la preparación de la cena, los aromas intensos en la cocina de la familia Gueye me alimentaban el alma, que tambien gusta de los olores y de los sabores.
Nosotras reíamos mucho, cocinando. Maimouna tenía una risa cristalina, casi marina. Esta risa suya, tan amable y buena, fue la que me permitió entrar en aquella vida, risa que me abrió a la deidad de la ternura y del don, que me ayudó a abrir mi piel, a transformarla.
Siempre he pensado que en otra vida yo fui negra, negra como lo era Maimouna, de la raza de los Woolofs. Negra mi hermana africana, negra como el carbón, con ojos que brillaban cual piedras, de estas piedras mágicas que llevaban los brujos, o Marabouts, para estudiar las constelaciones del futuro. Sus manos iban y venían como dos mariposas oscuras, casi azules, misteriosa danza sobre la sartén, suaves manos, volando sin parar sobre los condimentos, dándoles fuerza y energía, triturando, dividiendo, separando o juntando. Todo un juego de magia en las largas noches de Saint-Louis, mundo de sabores y de olores que yo nunca había podido imaginar.
Por las mañanas yo era como un lagarto, un lagarto mi cuerpo estático sobre la arena, un lagarto, escuchando a lo lejos las voces de los niños jugar, chillar, reír. Una inmensidad misteriosa me rodeaba y yo, en silencio y como parada en el tiempo, dejaba que aquel calor resbalase sobre mí con una fuerza casi humana o fuerza de un dios, que es lo mismo. Esta fuerza me invadía, y me abría al rezar de los lagartos, transformando poco a poco mi vida en una felicidad inconmensurable y que me recordaba la felicidad de estar ahí, en medio del Sahel.
Se había despertado la voluntad de cambiar, radicalmente. Llegar a ser ceniza y volver a renacer, hija de aquellos grandes espacios ocres, desérticos, indivisibles. Maimouna reía, ella sabia que esto no era posible. En todo caso no en esta vida.
- ¿Y en otra, Maimouna? ¿Crees en la reencarnación?
Y Maimouna no me contestaba, y me hablaba del proceso de hacer una buena salsa de tomate con pasta de cacahuete.
- Es en la intensidad que se hace una buena salsa. Y en la paciencia. Una salsa necesita tiempo y un buen fuego. Nunca olvides los pimientos, que son como el corazón de la salsa. No pongas demasiados, ni pocos. La salsa tiene que ser fuerte, picante pero no tiene que quemar. Tiene que doler pero con sabor, con exquisito sabor... Que el paladar viva el sabor con lentitud, como un suspiro, una nube de agujas. Que la boca sienta el calor que lentamente se apodera de todo, pero con suavidad, de la mente, de la piel, de los órganos, un abrazo del cuerpo entero, de los pies a la cabeza. La salsa tiene que tener el sabor del amor, su jugosidad, rojo su color como la vida, como la sangre. Los poros de la piel tienen que abrirse y así el cuerpo podrá respirar, liberarse, limpiarse. Que los sentidos, todos, canten y se expandan. ¿Me entiendes?
Y se reía, haciendo un gesto con la cabeza en dirección de los hombres que esperaban afuera, en el pequeño patio. Eran muchos, hermanos, primos, vecinos. Hablaban fuerte y animados, mientras nosotras preparábamos la cena. Discurrían sobre política y economía. Con grandes gestos y grandes carcajadas. Sentados en cuclillas me recordaban a inmensas ranas cantando bajo la noche.
No llovió nunca en Saint-Louis, durante mi estancia. La playa fue mía, mi lugar de reposo, mi santuario, mi cama de arena. Me puse tan morena, tanto como las esbeltas mujeres de Mauritania. Maimouna me miraba de reojo.
- Yo desearía ser blanca, decia, y tú deseas el espesor de mi color. ¿Cómo es esto? Nos habremos equivocado de vida, quizas.
Mucho más tarde, años, ella se transformó en una blanca, con cuerpo de reina africana. Pero esto no lo sabíamos, entonces.
- Un arroz a la africana es alquimia, amiga. Transformación. Cambio. Así es de todo. Así tambien de los amores, de los deseos, de las inquietudes. Así es de tu vida, de la mía, de la de mis hermanos.
Hoy he hecho un buen arroz a la africana para recordar los cambios en mi vida y para honorarlos. Y para recordarte, Maimouna, amiga que fuiste de mis noches africanas.
De clarté d´or, qui couvre la Personne
Du Dieu de Vérité,
Afin que moi, chercheur de vérité,
Je le regarde.
Ishôpanishâd
Hoy me he preparado un arroz a la africana.
Hoy, día de mucho sol, de un sol amarillo, fuerte, potente como una llama de fuego, intenso como la mirada de un león. Despertando mi piel, mis sentidos.
Desperezando el hambre, la memoria del comer. Y es así como he cocinado el arroz a la africana escuchando a Dead can Dance, dejándome llevar por el recuerdo del exquisito arroz que Maimouna preparaba.
Decia Maimouna:
- Hay que hacer una comida con ritmo. Es decir con agilidad. Canta, baila, ríe, sonríe. Da energía positiva a todos los condimentos que Allah te ofrece en abundancia, regalo de la tierra. Agradece este don que alimenta tu cuerpo y tu alma.
El sol y la comida eran, para mí, como una especie de sinfonía interna en aquellos meses de intensos calores que pasé en la bella y antigua ciudad de Saint-Louis, vieja capital del Senegal. Por la mañana, en las vacías y azafranes playas, la luz real del cielo me acompañaba en este renacer mío, ofreciéndose en acaricia de fuego y energía. Y por la noche, durante la preparación de la cena, los aromas intensos en la cocina de la familia Gueye me alimentaban el alma, que tambien gusta de los olores y de los sabores.
Nosotras reíamos mucho, cocinando. Maimouna tenía una risa cristalina, casi marina. Esta risa suya, tan amable y buena, fue la que me permitió entrar en aquella vida, risa que me abrió a la deidad de la ternura y del don, que me ayudó a abrir mi piel, a transformarla.
Siempre he pensado que en otra vida yo fui negra, negra como lo era Maimouna, de la raza de los Woolofs. Negra mi hermana africana, negra como el carbón, con ojos que brillaban cual piedras, de estas piedras mágicas que llevaban los brujos, o Marabouts, para estudiar las constelaciones del futuro. Sus manos iban y venían como dos mariposas oscuras, casi azules, misteriosa danza sobre la sartén, suaves manos, volando sin parar sobre los condimentos, dándoles fuerza y energía, triturando, dividiendo, separando o juntando. Todo un juego de magia en las largas noches de Saint-Louis, mundo de sabores y de olores que yo nunca había podido imaginar.
Por las mañanas yo era como un lagarto, un lagarto mi cuerpo estático sobre la arena, un lagarto, escuchando a lo lejos las voces de los niños jugar, chillar, reír. Una inmensidad misteriosa me rodeaba y yo, en silencio y como parada en el tiempo, dejaba que aquel calor resbalase sobre mí con una fuerza casi humana o fuerza de un dios, que es lo mismo. Esta fuerza me invadía, y me abría al rezar de los lagartos, transformando poco a poco mi vida en una felicidad inconmensurable y que me recordaba la felicidad de estar ahí, en medio del Sahel.
Se había despertado la voluntad de cambiar, radicalmente. Llegar a ser ceniza y volver a renacer, hija de aquellos grandes espacios ocres, desérticos, indivisibles. Maimouna reía, ella sabia que esto no era posible. En todo caso no en esta vida.
- ¿Y en otra, Maimouna? ¿Crees en la reencarnación?
Y Maimouna no me contestaba, y me hablaba del proceso de hacer una buena salsa de tomate con pasta de cacahuete.
- Es en la intensidad que se hace una buena salsa. Y en la paciencia. Una salsa necesita tiempo y un buen fuego. Nunca olvides los pimientos, que son como el corazón de la salsa. No pongas demasiados, ni pocos. La salsa tiene que ser fuerte, picante pero no tiene que quemar. Tiene que doler pero con sabor, con exquisito sabor... Que el paladar viva el sabor con lentitud, como un suspiro, una nube de agujas. Que la boca sienta el calor que lentamente se apodera de todo, pero con suavidad, de la mente, de la piel, de los órganos, un abrazo del cuerpo entero, de los pies a la cabeza. La salsa tiene que tener el sabor del amor, su jugosidad, rojo su color como la vida, como la sangre. Los poros de la piel tienen que abrirse y así el cuerpo podrá respirar, liberarse, limpiarse. Que los sentidos, todos, canten y se expandan. ¿Me entiendes?
Y se reía, haciendo un gesto con la cabeza en dirección de los hombres que esperaban afuera, en el pequeño patio. Eran muchos, hermanos, primos, vecinos. Hablaban fuerte y animados, mientras nosotras preparábamos la cena. Discurrían sobre política y economía. Con grandes gestos y grandes carcajadas. Sentados en cuclillas me recordaban a inmensas ranas cantando bajo la noche.
No llovió nunca en Saint-Louis, durante mi estancia. La playa fue mía, mi lugar de reposo, mi santuario, mi cama de arena. Me puse tan morena, tanto como las esbeltas mujeres de Mauritania. Maimouna me miraba de reojo.
- Yo desearía ser blanca, decia, y tú deseas el espesor de mi color. ¿Cómo es esto? Nos habremos equivocado de vida, quizas.
Mucho más tarde, años, ella se transformó en una blanca, con cuerpo de reina africana. Pero esto no lo sabíamos, entonces.
- Un arroz a la africana es alquimia, amiga. Transformación. Cambio. Así es de todo. Así tambien de los amores, de los deseos, de las inquietudes. Así es de tu vida, de la mía, de la de mis hermanos.
Hoy he hecho un buen arroz a la africana para recordar los cambios en mi vida y para honorarlos. Y para recordarte, Maimouna, amiga que fuiste de mis noches africanas.
6 comentarios
Sergi -
Chup chup, subiendo y bajando, hinchándose y estallando las burbujas de mil vidas.
La sal justa y alguna quemazón en el camino.
No recuerdo las otras vidas como no recuerdo todo el polvo del camino o toda la harina en la mesa. Pero sé que llegué aquí de otra parte y con sabor a pan en la boca.
Qué bien venir a tu cocina, aunque sea tan poquito.
Un estrujabeso. Y con canción de Ismael Lo.
white -
Gracias por compartirlo, un saludito.
rosa -
Convivir con otras culturas debe ser lo más emocionante que te puede pasar.Sobre todo compartir su vida y costumbres incluida la cocina.
Gracias por darme a conocer ese pasaje de tu vida tan interesante.
Un abrazo fuerte.
Ardi -
Yo creo que esa forma de preparar y cocinar los alimentos no es alquimia sino magia. Hechicería nutritiva, aderezada con un rito lleno de musicalidad... Bailemos con los condimentos, y saldrá un arroz danzarín...
Besos, amiga
lydia -
Un abrazo fuerte,
hechi -
´Perdona que te cuente estás cosas, me dio sentimental.
La "metáfora" de la comida...acertadísima, un fuego purificador, vale para poner un pochero con comida, o un atanor donde trasmutar...todo lo que se nos ocurra...feliz cocción!!!
Besos mágicos